lunes, 3 de septiembre de 2018

Mundos íntimos. Viajé a Armenia por una deuda con la historia: entender ese mundo de mis abuelos que aún me quita el sueño. Magda Tagtachian CLARIN

El pasado nos convoca

Mundos íntimos. Viajé a Armenia por una deuda con la historia: entender ese mundo de mis abuelos que aún me quita el sueño

Herencias. La autora se crió con la memoria ancestral del genocidio. Necesitaba profundizar en su origen y  charlar con la familia perdida, que creció allí en la era soviética. Se sorprendió con puntos de vista diferentes.







Siglo IV. En su viaje, Magda fue al monasterio de Geghard, fundado 1600 años atrás. La cruz tallada en piedra se denomina “jachkar”.






scapó





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No era cualquier viaje. Tampoco cualquier lugar. Volvía a Armenia que siempre parece tener una cuenta pendiente conmigo. O yo con ella. Armenia. Lo entendí aquella noche. Sima, la sobrina de la abuela Armenuhi, nos esperaba en su departamento con una mesa cubierta por leshmeyun, pasta de berenjenas, pimientos, moras blancas, uvas. Y más. Al fin estábamos en Erevan, la capital de Armenia, a 23 horas de vuelo de Buenos Aires.

Con la tía Alicia –jóvenes 83 años– no lo dudamos. Sacamos pasajes para celebrar los 100 años de la primera República. Es la “Armenia Oriental”, fundada el 28 de mayo de 1918 cuando la población era perseguida y masacrada por el Imperio Otomano, hoy Turquía. Esa primera República, al otro lado del Cáucaso Sur, duró apenas dos años, cuando pasó a formar parte de la Unión Soviética hasta 1991 en que se independizó y llegó la segunda República, la actual.Armenia otra vez. Por mi lado, buscaba profundizar enlas leyendas familiares, la tierra perdida y refundada, esa distancia que a la vez es cercanía, y que juega en mi cabeza y mi corazón desde chica. A veces es misterio. Otras varias, preguntas e intrigas. Y siempre manjares, arte, música y danzas. Armenia.


Armenuhi y María. Las abuelas de la autora en Buenos Aires.




























Armenuhi y María. Las abuelas de la autora en Buenos Aires.
En sus calles y en su gente todavía se respira el modo soviético, la cultura cerrada y el carácter duro. Y en las afueras de Erevan, la belleza de los monasterios retrocede el almanaque hasta la antigüedad, doscientos años antes de Cristo, cuando el Reino de Armenia se extendía de mar a mar, del Caspio al Negro y de allí al Mediterráneo.
Mis abuelos fueron toda esa mezcla de tiempos, tierras y culturas. Los cuatro llegaron a la Argentina huyendo del Genocidio. Armenuhi, la abuela paterna y mamá de Alicia, vivía en Aintab, hoy Gaziantep, sur de Turquía. Tenía un año y medio en 1915, cuando su papá, Housep Demirjian, la escondió en la alforja de un burro, la tapó y en la otra alforja escondió a su otro hijo, de pocos meses. Así huyeron por el desierto sin agua y sin comida hasta refugiarse en Alepo, Siria.
Jamás quisieron regresar a su aldea ni hablar del hambre y la humillación que habían pasado. Tampoco quisieron volver a pisar la Armenia Oriental, donde hoy todavía vive parte de la familia. Sima creció en Erevan. Tiene 75 años, es muy parecida a Armenuhi y en su sonrisa y sus ojos se escapa cierta melancolía. Pero se la ve feliz cuando cocina, con sus hijos, nietos y bisnietos.
Mi abuela siempre tuvo noticias de ellos por carta y por parientes que viajaban. La idea de que fuéramos a visitarla se le ocurrió a Alicia: me lo propuso un sábado después de leerme la borra del café. Acepté sin dudar. El viaje significaba darle el enorme gusto de cerrar una deuda que también yo tenía con Armenia.






Erevan. Magda con su tía Alicia.
Erevan. Magda con su tía Alicia.
Alicia había estado una sola vez, 20 años atrás. En mi caso, en junio de 2016, cuando me invitaron a cubrir la visita del Papa Francisco. Me quedé sólo cinco días. Y, a pesar de que había hecho contacto previo vía mail con mi familia de Erevan, el tiempo que compartimos no fue suficiente. Necesitaba saber más de ellos. O de mí.
Antes del viaje, todo cambió de repente. Mamá venía sintiéndose mal. Le diagnosticaron linfoma. Uno de los severos. Había que empezar quimioterapia urgente. Mamá desmejoró rápido. Faltaban dos meses para subirnos al avión. Me dolía el corazón, la garganta y la panza. Sentía furia, angustia y tristeza. Papá también tuvo cáncer, en la sangre. Leucemia linfática crónica. Murió en 2012. Convivió con esa leucemia, con altos y bajos, durante 30 años.
Casi toda la familia por parte de papá tuvo o tiene la misma enfermedad. Dicen que se da porque la sangre del mismo pueblo no se mezcló. Desde joven, este panorama siempre me asustó. La sangre. Mamá se puso grave. No sabía qué hacer. Una madrugada, abrí los ojos a las 4 am. Una sola palabra ocupaba mi cabeza. O dos. O tres. O la misma palabra siempre.Armenia. El origen. La cuna. La sangre. Mamá. Entendí que debía seguir.
Mamá lo captó enseguida. No indagó demasiado. Sonrió leve. No soy religiosa pero le prometí que iba a rezar por ella en Echmiadzin, el Vaticano armenio. Es la primera catedral cristiana del mundo, creada en el año 301, cuando el Reino de Armenia adoptó el cristianismo como religión oficial de Estado. Fue el primer pueblo del mundo en hacerlo. Cien años antes que Roma. En la clínica, mientras estaba internada por el tratamiento, me despedí rápido para no llorar.
Mamá también es de origen armenio. Pero prefiere no detenerse en las heridas. Mira hacia adelante. Mi caso, en cambio o quizá justamente por eso, es todo lo contrario. Me puse a preguntar y a revolver pasado, presente y futuro. Mamá, por ejemplo, no recuerda o no sabe o nunca supo el nombre de su abuela. María, su mamá, mi abuela materna, era de Marash, un pueblo también en el Imperio Otomano, a 50 kilómetros de Aintab.
María tuvo una historia quizá peor que la de Armenuhi. Aunque tampoco hablaba de ello. Quería olvidar. Durante el Genocidio, los soldados otomanos mataron a su mamá, embarazada de mellizos. En medio de las matanzas, mi bisabuelo, viudo y a cargo de su pequeña hija María, la metió en un cajón de verdura y huyó hasta dejarla en un orfanato en Beirut. Allí María se olvidó para siempre de su papá y cuando cumplió los 13, como a muchas niñas huérfanas, le buscaron un hombre para casarse en la Argentina. La mandaron con la familia del novio y le cambiaron el apellido. La casaron con un señor rubio y de ojos celestes, a quien jamás había visto en su vida, el abuelo Simón Balian.
                                                            * * *
Cuando pisé Erevan me picaba todo, una urticaria se había adueñado de mí. Estaba muy molesta realmente, pero trataba de apartar mi pensamiento. Para algo había recorrido medio mundo. La primera noche fuimos a comer a la casa de Sima, la sobrina de Armenuhi. Yo estaba feliz y brotada. Ocultaba las ronchas bajo mi ropa y trataba de sonreír. En la mesa, servida a lo armenio, platos más platos. Los iban sumando y nadie los retiraba del mantel aunque quedaran vacíos. Es la tradición. Cuantos más, mejor.
Lo primero que me impactó fue una pequeña fuente con moras blancas. Jamás las había visto pero conocía una historia familiar ligada a esas moras. Era el único árbol que tenía Anoush, la hermana de Armenuhi y mamá de Sima, cuando se mudó a Erevan en 1946 y vivía en una choza más que una casa. Con las moras Anoush hacía milagros para tener algo que comer. Buscaba hasta el último fruto en el arbusto. Había llegado desde Alepo con su marido e hijos (Sima pequeña) y el sueño de repoblar la Armenia Oriental, de ver crecer a la familia bajo la bandera nacional: roja, azul y naranja. Pero todos cayeron bajo el régimen soviético.
Pasaron mucho tiempo en esa casa con piso de tierra sin paredes ni calefacción ni agua. Armenuhi les enviaba dinero y joyas desde Argentina para ayudarlos. Después de 30 años de escribir a la Cruz Roja, consulados y organismos humanitarios, Armenuhi logró el “papel de llamada” para que su hermana Anoush pudiera salir de la URSS. Pero a las hijas mujeres no se lo permitieron porque ya estaban casadas y tenían el apellido de sus maridos. Una se quedó un tiempo más y después logró atravesar la Cortina de Hierro.
Miraba las moras blancas, el cognac armenio, los chocolates amargos, las manzanas verdes del tamaño de una ciruela, todo típico de la región, todo junto en la mesa, y me daba más nervios y prurito. Pero al fin estaba en casa de mis primos. Su departamento no es cualquiera. Sima con su hijo y su nieta viven en las típicas moles soviéticas que mandó a construir Stalin. Los edificios son de color cobre amarronado, la mayoría de cuatro o cinco pisos, según la década en la que fueron levantados, los años 30, 40 ó 50. Tienen las cajas de electricidad de cada departamento a la vista. Bordean el contorno de la puerta de calle. Todas amontonadas y juntas. Desordenadas. Los cables cuelgan por fuera. Dan un aspecto de abandono y destrucción. Detenidos en el tiempo.
En el living, a pesar “del afuera”, todo es calidez. Cuadros grandes, las paredes en tono damasco, el olor de la comida recién servida con amor, y la vajilla antigua checa, seguramente conseguida en el mercado negro, en épocas soviéticas también.
Me asomo por la ventana con la nieta de Sima. Tiene 25 años. Es la única que maneja redes sociales y que habla inglés fluido. Le pregunto por una antena luminosa que brilla bajo los techos desvencijados de Erevan. “De chica creía que era la Tour Eiffel y me parecía que estaba en París”, sonríe mi prima que jamás salió de Armenia. Se recibió en Relaciones Internacionales pero su pasión es la moda y la costura.
Tiene dos máquinas de coser. Una rusa original; y la otra, más antigua, para hacer el overlock. Diseña modelos preciosos para las chicas armenias que se maquillan, se peinan y producen como para ir a una fiesta, así vayan a la esquina. Jamás salen a cara lavada y se sorprendían de que yo anduviera “sin maquillaje”. Es curioso porque todo contrasta con su pasado de carencias y aspereza.
Armenia tardó bastante en recuperarse después del terremoto de 1988 que dejó 25 mil muertos, la salida del comunismo y la guerra del país, de 1991 a 1994 con su vecino Azerbaiyán por el territorio de Nagorno Karabag, hoy República de Artsaj, conflicto que aún sigue en tensión en la frontera. A fines de los 90, en Erevan había sólo dos horas de luz y agua caliente por día. La gente salía a talar los bosques para calefaccionarse.
El primo blanquea que en Armenia, muchas familias prefieren a los hijos varones. “Son quienes nos van a cuidar y a defender”, me dice. Y admite que él se queda en el hogar para proteger a la familia. En Armenia las charlas giran más en torno a Azerbaiyán y Turquía que al Genocidio. Tal vez, haber permanecido bajo 70 años de régimen soviético, les de una lectura particular de la historia, de modos de ser y algunas costumbres donde se exalta la figura del varón y se relativiza la barrera del comunismo. “Anoush, mi abuela, se fue de Armenia porque extrañaba a su padre”, razona el primo como si no hubiera existido la Cortina de Hierro. En realidad, el padre de Anoush vivía en Argentina y ella se instaló en Estados Unidos cuando pudo salir de la URSS. Viajó una sola vez a Buenos Aires para visitarlo. Fue la única oportunidad en que la familia estuvo junta, un verano de 1977.
Mientras desayunaba en un café y pensaba en estas idas y vueltas, miraba a la Madre Armenia, una obra gigante que sobresale sobre los techos de Erevan. Tallada en cobre, la figura parece que nos observara, o cuidara, a todos desde unos 50 metros de altura. La Madre Armenia sostiene una espada que atraviesa por delante su torso, a la altura del vientre. Con su cuerpo de flecha hacia el cielo y su empuñadura de arma blanca, forma una cruz. La emplazaron en el Parque de la Victoria en sustituto de un monumento de Stalin de 1950.
Pensaba en su actitud guerrera y de fuerza. Pensaba en que eso mismo legué de mamá y de las mujeres de la familia, valientes corajudas, desde las abuelas María y Armenuhi, hacia arriba y hacia abajo y hacia todos los costados, las tías, tías abuelas, primas y sobrinas.
De regreso, pensaba también en mi urticaria que sigue despierta y lleva meses de rebeldía, y en mamá que sigue en plena pelea con proyectos, envidiable actitud y sonrisa. En su cuarto guarda el jachkar, la cruz armenia tallada en piedra toba, patrimonio cultural de la Unesco, que le traje del Monasterio de Tatev. Construido en el siglo IX y perdido en las montañas, alberga la tumba de San Gregorio el Iluminador, padre de la Iglesia Armenia.
Mamá tiene el jachkar y yo guardo junto a mi almohada la imagen de la Madre Armenia. Me mira y me sonríe. Me observa cuando duermo y cuando no puedo dormir. Cuando estoy inquieta o preocupada. Me guiña un ojo. Sabe que estamos listas. Para seguir la lucha. Cada día. Cada circunstancia. Que de eso se trata. Amar y entramar.
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Magda Tagtachian es periodista desde hace 27 años y hace 20 que trabaja en la redacción de Clarín. Curiosa por naturaleza, viaja todo lo que puede pero menos de lo que le gustaría. Casi meteoróloga, cursó seis años la licenciatura en Ciencias Exactas y Naturales de la UBA; ama la cocina y la música armenia, pero también el tango. Ex profesora de Física y de Matemática, fiel y paciente alumna de yoga, tuvo y tendrá -dice- “las mil vidas” y le gusta que sea así. En las noches en vela escribe poesías. En 2016 publicó “Nomeolvides Armenuhi, la historia de mi abuela armenia”, su primera novela, donde cuenta la historia familiar y del genocidio armenio. En agosto recibió la distinción “Hrant Dink” al periodismo argentino, que entrega el Consejo Nacional Armenio de Sudamérica a profesionales por su labor en derechos humanos y la Causa Armenia.

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